A esa mujer no le quedó otra cosa que hacer
más que escribir.
Por las mañanas era como una imprenta despeinada.
Ella era el desayuno de su block de notas.
No asistió nunca a talleres de manualidades
ni a clases de bailoterapia.
No se preocupó por los rituales de la manicure
como una mujer normal.
Ella sólo se dedicó a escribir.
A pestañear y a escribir.
La vida con olor a metal
se hacía líquido saliendo del bolígrafo.
Escribió en sus paredes.
En las espaldas de sus amantes.
En los márgenes de los periódicos
y encima de las noticias de los periódicos.
Nunca le quedó el arroz sueltecito.
Ni el pollo bien gratinado.
Ella sólo se dedicó a escribir.
A jugar al tetris con las palabras.
Decía que sus padres la habían engendrado
en una sala de mecanografía
o en un cuarto de una empresa de correspondencia
donde se archivaban las cartas.
Esa mujer se convirtió en un verso errante.
Ella era como un recital callejero de poesía.
De su boca salía la redención del infierno
y de sus manos luciérnagas consonantes.
Ella sólo se dedicó a escribir.
A esa mujer una noche la encontraron
tumbada en el piso.
Pálida, fría, con la mirada quieta,
desangrada.
Derramándosele por las arterias
las letras.
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